Silencioso
Permanecer en silencio abre un abanico de posibilidades
Cuando alguien calla hay un firme propósito de evitar el contacto. Hablar equivale a una confesión. A mostrarse, a dejarse ver. El interlocutor opta por el silencio para así no tener que responder ante posibles preguntas. Cree ver fantasmas donde no los hay.
También se calla por desconocimiento. No saber que decir delata al que no dice o poco dice. El silencio es cubierto por las repuestas que la audiencia improvisa. A falta de un discurso oficial, se crean pequeños discursos para llenar la ausencia.
El silencio equivale, a su vez, a ocultar. El que no habla permanece en silencio con el claro objetivo de esconder algo. Hablar equivale a descubrir, a descorrer el velo. Es una vía para poner fin a las especulaciones, pero el interlocutor prefiere el camino del silencio.
Puede pasar que el silencio sea parte de un pánico escénico y quien deba hablar no lo haga más por temor que por otra razón. Tal cual ocurre con los niños del jardín de infantes en su primera actuación. Rompen en llanto, permanecen petrificados, esperan la reacción del público o de sus padres. Han olvidado su libreto.
A falta de habilidades comunicativas, es decir, comunicar un mensaje claro, breve y directo, se puede incurrir en ser silencioso. El orador es consciente de su poca habilidad para transmitir una idea.
La ausencia de seguridad es otra posibilidad que aparece en escena. El orador teme ser malinterpretado y se encapsula en su universo privado. Prefiere que los espectadores especulen, a pesar de que eso no le favorezca.
La obligación de siempre tener que decir algo es parecida a la anterior. No se puede permanecer en silencio mucho tiempo. Sea porque una audiencia espera una participación más activa, sea porque el silencio harta.
Al final, hablar o permanecer en silencio despierta un efecto: ruido, chisme o especulación. El ser humano no puede estar sin interpretar el mundo y considera que lo que dice o piensa es lo que cree interpretar.